La casa de Raúl me sorprendió bastante. No es que, porque fuera un chico, imaginara una casa desordenada y desastrosa, estoy segura de que me hubiera impresionado del mismo modo aún sin saber a quien pertenecía.
No era demasiado grande ni demasiado espaciosa, pero sí agradable y acogedora. Los muebles eran sencillos y había estantes por todos lados repletos de libros. El sofá, negro y con los cojines blancos, parecía tremendamente cómodo.
El chico, al ver que en ese momento estaba fijándome en él, dijo:
-Vamos, siéntate, no te cortes- hablaba mientras sacudía un poco los paraguas y los dejaba en el paragüero- ¿prefieres entrar antes al baño?, está justo aquí.- dijo señalando una puerta que se encontraba tras nosotros- yo voy a cambiarme, enseguida vuelvo.
Cuando me hube quedado sola en la sala de estar, comencé a mirar a todos lados descaradamente. Si Raúl me hubiera visto, habría pensado que estaba intentado encontrar algo. No había nada que no estuviera en su lugar, todo estaba en orden. Los libros estaban ordenados por autores en los estantes, las películas por año, los CDs de música, quizás ordenados según sus gustos, marcos de fotos en las que aparecían personas que no reconocía...Realmente era una casa preciosa, cuando sea mayor querré tener una así.
Entré en el cuarto de baño y esta vez no me sorprendió el maravilloso olor que se respiraba allí dentro. Cuando me miré al espejo, no pude evitar soltar un pequeño grito al descubrir lo enmarañado y desordenado que tenía el pelo. Me lo peiné como pude con los dedos y cogí una gomilla verde que tenía en la muñeca izquierda, para emergencias como esta. Rápidamente, me hice una trenza, para evitar que se enredara más de lo que estaba y la deje caer por mi hombro derecho. Lista.
Salí al salón y encontré a Raúl encendiendo el calefactor. Se había puesto una sudadera azul marino y estaba descalzo. Sus pies solo los cubrían dos calcetines blancos que tenían pinta de ser bastante calentitos. Le sonreí y fui a sentarme en el sofá, en el que encontré una sudadera gris que recordaba haberle visto puesta el primer día que lo vi, y unos gordos calcetines blancos que debían de ser igual que los suyos. Me quité mi sudadera y me puse la suya sin decirle nada, al igual que hice con los calcetines.
-Te sienta muy bien- dijo asomándose desde la puerta de la cocina- ¿Te apetece una Coca cola?
-Si, gracias- contesté acomodándome en el sofá.
De repente, me percaté de que algo no cuadraba. Estaba segura de haber visto una foto sobre la mesa que tenía justo enfrente, estaba segurísima. Raúl debió aprovechar el poco tiempo que estuve en el baño para quitar la foto del medio, quién sabe quien saldría en ella...Qué extraño.
-Me gusta mucho tu casa- dije para que no sospechara de mi prolongado silencio.
-Gracias, pero todavía no estoy muy agusto, necesita unos cambios- se sentó en el sofá de enfrente mientras me daba la Coca cola.- En fin, ¿estás cómoda?, ¿quieres algo más?
-No, no. Estoy perfectamente, gracias.- dije sonriendo con sinceridad. Lo cierto era que el chico era muy atento y educado, pero de alguna forma me molestó que desconfiara de mí tan descaradamente. ¿Pensaría que no me había fijado? Le dí un buche a la Coca cola- en fin, hablemos de ti, ¿por qué vives sólo? – No me di cuenta de la falta de delicadeza que mostré al decir esto, hasta que la escuché fuera de mí. La pregunta flotaba en el aire mientras él cavilaba qué responder- Lo siento- solté de repente- eso ha sido muy impertinente. Entiendo si no quieres contármelo.
-No, no. No es eso. Es solo que...-se calló y le dio un sorbo a la coca cola para ganar algo más de tiempo- es complicado.
-Entiendo- fue lo único que logré decir.
-No recuerdo a mis padres- soltó de sopetón- mi madre desapareció cuando yo solo tenía un año, y mi padre...-miró al suelo primero para después mirarme a los ojos con una expresión que me partió en dos- digamos que mi padre no quiso hacerse cargo de mí.
No supe qué contestar. Me quedé así, en blanco, callada y seria.
-Lo siento.- me oí a decir poco después. Pobre Raúl...
-No importa, lo superé hace años- contestó.
-Y, ¿quién te crió?- pregunté insegura.
-Mi abuelo- se levantó, cogió una fotografía de un estante y me la acercó- es él.
En la foto aparecía un niño moreno de unos cinco años que tenía los ojos de un gris perla intenso- Raúl siempre había sido guapísimo- y un hombre de unos sesenta años con el pelo oscuro pero algo canoso y una gran sonrisa en la cara. Parecían ser felices, no dudo que así lo fuera.
-Vivía con él a unos cien kilómetros, en Aldeadávila de La Ribera , hasta que me mudé aquí para acostumbrarme a esta ciudad, siempre he querido estudiar a La Universidad de Salamanca.- lo cual quiere decir que su abuelo sigue vivo, sigue teniendo a alguien. Cosa que me alivia.
-¿Y qué es de tu abuela?- pregunté curiosa.
-Murió poco después de la desaparición de mi madre, según me han dicho. Mi abuelo nunca me ha hablado de ella, no quiere hablar del tema, aunque yo muchas veces le haya insistido.
-Debe ser muy duro vivir con la duda.
-Más duro es vivir sin saber que ha sido de tu madre – miró al suelo para ocultarme su pena. Notaba como le temblaba el labio inferior y tensaba la mandíbula- Más duro es crecer sabiendo que tu padre está por algún lado haciendo su vida sin querer que formes parte de ella.- Apretó la lata con fuerza aún mirando al suelo, y esta se deformó en su mano.- Más duro es saber que la única familia que tienes se irá dentro de poco y que te quedarás sólo...- me miró. Me miró y supe que nunca antes le había hablado de sus sentimientos a nadie. Que nunca antes había tenido el valor de decir lo que siempre había llevado dentro. Que este era su secreto y que acaba de confiar en mí. En mí y nada más que en mí...-es muy duro.
Permanecimos unos minutos así, callados, mirándonos a los ojos. Yo no sabía que hacer, ni que decir para que supiera que contaba con mi apoyo. Para que supiera que podía confiar en mí y que no se había equivocado al contármelo. Esperaba que con esa mirada pudiera comprenderlo. Puede que quisiera que yo también me sincerara con él para demostrar complicidad. Quizás, lo que dije a continuación, lo dije por si acaso era eso lo que quería, quizás también porque necesitaba contarlo.
-Yo nunca conocí a mis abuelos maternos- dije de repente- mi abuela murió poco después de que yo naciera y mi abuelo abandonó a mi madre cuando esta era muy joven- yo también apreté la lata con fuerza- mi madre nunca me habla de él cuando le pregunto si sigue vivo. Siempre me dice que no lo sabe. Y yo, evidentemente, no la creo. No sé que es lo que le preocupa. Pero, algo oculta- Raúl me miraba muy atento, cosa que me animó a continuar- La noche de mi cumpleaños la oí llorar. Mi padre la consolaba y lo único que logré escuchar fue que habían pasado diecisiete años desde entonces, que tenía que superarlo.
-Eso es muy raro- respondió.
-Lo es. Algún día averiguaré a que se refería.
-Eso espero. Y también espero que algún día tengamos noticias de nuestros parientes- concluyó con una sonrisa amarga.
Estaba complacido, veía en sus ojos que sabía que algo había nacido allí, en aquel momento, al contar esas partes desagradables de nuestras vidas. Una amistad verdadera que sería capaz de superarlo todo. Una amistad importante, fuerte.
Cuando mi móvil sonó destrozó aquel instante de paz. El inconfundible tono de llamada que le tenía puesto a mi madre le dio cierto toque cómico al momento. Raúl sonrió.
-¿Si?- respondí.
-¿Dónde te metes, señorita?- mi madre parecía impaciente.
-Estoy...en casa de un amigo. Olvidé las llaves esta mañana- respondí mordiéndome el labio. Espero que no me malinterprete. Mi madre es la criatura más paranoica que existe sobre la faz de La Tierra.
-Te quiero aquí ya. Rápido- no parecía enfadada, pero sí algo tensa.
-Ya voy- colgué- tengo que irme- le dije a Raúl mientras este recogía las latas aplastadas de coca cola y las llevaba a la cocina.
-Te acompaño a casa, necesitas un paraguas- me dijo sonriendo.
-No te lo voy a discutir.
Estaba chispeando y en realidad no necesitaba un paraguas, pero me agradaba estar tan cerca de Raúl y a él tampoco parecía molestarle.
Cuando llegamos a mi casa, cerró el paraguas.
-Nos vemos mañana, ¿no?- me preguntó.
-Sí- dije sonriendo y sin intentar disimular el entusiasmo.
-Bien- sonrió.
Nos despedimos así, con un saludo en las manos, una gran sonrisa en la cara y con la certeza de que nos esperaba mucho que pasar juntos.